Es temprano. No más de las siete y cuarto. El sol hace ya más de una hora que nos despertó. Después del cotidiano y frugal desayuno, la mayoría del grupo aprovecha el tiempo que queda antes de proseguir la ruta para dar un paseo por los alrededores del campamento.
Yo no tengo ganas de caminar. Me dirijo a una de las grandes rocas dercanas y trepo por ella hasta sentarme en una pequeña repisa a la que aún no llega el sol.
Ante mí se abre una inmensa planicie amarilla de arena, salpicada de pequeñas y negrosas rocas. Abajo, a la derecha, los guías se dedican a recoger los enseres del campamento y colocarlos de nuevo en los coches.
Mientras siguen en su quehacer parsimonioso, dejo que mis ojos se pierdan en la infinidad del paisaje. Todo está en calma. El tiempo transcurre tranquilo mientras el sol, lenta pero incansablemente, va acortando las sombras. Pasado un tiempo uno de los cuatro coches se aparta del campamento. Poco a poco, empeñeciéndose a cada segundo, se va alejando hasta perderse en el horizonte. ¿Qué raro… donde irán? No estamos cerca de nada, de ningún pozo o campamento Tuareg. Y menos de ninguna ciudad. Estamos en medio del Tassilli Ahaggar, en medio del desierto a más de 300 Kms. Lejos de Tamanrasset. ¿Qué pueden ir a buscar…?
No me preocupo más del coche y sigo disfrutando, fascinado, de la contemplación del grandioso panorama. Después de muchos viajes por el desierto, he aprendido que no hay respuestas inmediatas para las preguntas que a veces me hago.
Pasada media hora larga, cuando estamos ya más o menos listos para seguir viaje, el coche regresa. Con los dos guías, viene otro tuareg: muy alto y delgado, el porte, grave y digno, por entre el velo añil, enrollado a la cabeza, asoman los ojos mirando temerosos y expectantes, en el mano, asido fuertemente, un garrafón con agua y un viejo envase de lata de coca-cola vacío.
¿Quién es, de donde ha salido, han ido a buscarlo? No pregunto nada (casi siempre los guías tuareg saben lo que se hacen) no es el momento. Subimos a los coches, nos acomodamos y nos disponemos a seguir sorprendiéndonos con lo que el desierto nos ofrezca.
No es hasta el descanso del medio día que me llega el momento de conocer la historia del nómada:
Éste había partido del país del Níger con su camello para dirigirse a Tamanrasset, a más de mil kms. lejos de su casa. A cinco días de terminar el viaje, hizo un alto para comer en la acogedora sombra de una acacia. Descolgó el garrafón de agua de la silla (todo tuareg sabe que en el desierto uno no debe separarse nunca del recipiente de agua) y se apeó del camello. Iba a atarle las patas delanteras para que éste no pudiera alejarse demasiado mientras pastase por los alrededores cuando, súbitamente, un animal parecido a una liebre, salió de entre los arbustos huyendo a toda velocidad. El camello (animal que se asusta fácilmente), echó a correr alocadamente. El nómada salió tras él sin perder un segundo. Pero el sobresaltado animal fue distanciándose velozmente sin que el hombre consiguiera alcanzarlo. Y se quedó solo y sin montura en mitad del desierto.
Volvió sobre sus pasos y recogió la única cosa que le quedaba: el garrafón de agua. Luego, su instinto lo dirigió hacia una senda por donde cabría la posibilidad de que, más tarde o más temprano, alguien pasara…
Cuando, por casualidad, aquella mañana nuestros guías lo encontraron, llevaba dos días y medio esperando.
Anochece ahora mientras, sentados alrededor del fuego, el agua para el té empieza a burbujear. Discretamente apartado de nosotros, con el aire digno y sereno, las largas piernas plegadas sobre los talones de los pies, está el nómada. Me intriga ¿Qué estará pensando? Me acerco a él, pero aunque acepta algunos frutos secos que le ofrezco, no podemos comunicarnos, no habla francés ¿Qué pasará por su mente? Es casi seguro que el camello sabrá encontrar el camino hasta su casa ¿Qué pensará su familia cuando lo vea regresar sin él? ¿Cómo hacerles saber que está vivo? ¿Será una vergüenza, el haberlo perdido? ¿Qué habrá sentido allí, esperando ver llegar a alguien, en aquella soleadad inmensa? No puedo saberlo, ni tan sólo imaginarlo.
Él sigue estático y silencioso, la mirada hundida en el profundo cielo donde la luna empieza a iluminar la noche…
A la tarde siguiente llegamos a Tamanrasset. Pasadas las primeras casas nos detenemos. El tuareg desciende del coche, sin girarse, con el garrafón de agua en la mano. Le vemos alejarse decidido, con el paso altivo y elegante, hacia las cercanas callejuelas por donde desaparece…
El sáhara y su gente, un lugar misterioso y cautivador. Un mundo fascinante…